Los políticos escriben
Por Franklin Almeyda
Muchos escritores no reparan en la literatura política, porque en la intelectualidad -tan mal llevado y traído el término- se suele desdeñar caprichosamente el quehacer político, aunque la mayoría probablemente esté siempre animada a buscar acercamiento al Poder, de una u otra manera.
Es una gazmoñería, pues no hay dos estratos sociales más propensos a la cercanía, a la agregación mutua, que los políticos y los intelectuales. Ambos se buscan con diferentes motivaciones y por diferentes conductos.
El político necesita del intelectual -o del escritor a secas- porque resulta un vehículo para la asimilación de conocimientos imprescindibles y, por tanto, un medio para mejorar o elevar la propia capacidad intelectiva de quienes ejercen este oficio. Un político sin un buen escritor en sus cercanías, anda renco.
A un escritor le será útil su proximidad al político, porque le facilita un pie de amigo para insertarse en acciones que propendan -aunque la apreciación no es válida para todos los casos- al encauzamiento de ideas sociales, o simplemente, para satisfacer intereses propios en la misma línea de su producción intelectual o de índole personal. Existen otras muchas razones. Cada uno es cada uno y sus cadaunadas, en el decir de Unamuno que copiara Ortega.
En la historia política universal, y en la dominicana en particular, donde hemos tenido mandatarios provenientes de la manigua, de la milicia, de los sembradíos, de la vida empresarial, de la hacienda, en fin, de profesiones y oficios alejados del trabajo de la escritura literaria o del pensar filosófico o sociológico, los asistentes intelectuales han sido esenciales.
En algunos, de muy positiva ayuda; en otros, de penosa alcahuetería, como ocurrió con la larga lista de escritores que sirvieron al régimen trujillista.
Empero, algunos políticos no han sentido la necesidad de acogerse a la amistad intelectual para llenar vacíos, en vista de que los primeros tienen similares cualidades que los segundos.
O sea, existe el político-intelectual, que atiende por sí solo las perspectivas de su quehacer y tiene concepciones propias basadas en sus estudios, lecturas y prácticas intelectuales. Políticos hay que son tan o más intelectuales que los que entran dentro de esta clasificación. Al mismo tiempo, se conoce al intelectual-político.
Dicho de otros modo, muchos escritores o pensadores no son políticos propiamente dicho, no son conocedores prácticos -a lo sumo, teóricos- de los tejemanejes de la vida política o partidista.
Todo lo ven desde sus oteros con prismáticos casi siempre opacos. Pero, hay escritores e intelectuales -la diferencia hay que anotarla siempre- que, a su vez, son políticos, hacen vida política, son cuadros políticos, y por lo tanto entienden mejor los entresijos de los partidos y los estatutos de la realidad política.
Para estas dos zonas, la literatura política es una manera de conocer, exponer, difundir y resaltar el pensamiento, la experiencia, la memoria política. Los ejemplos abundan. La tradición política norteamericana se ha nutrido de esa literatura, tanto que forma parte invariable de la trayectoria de sus dirigentes y estadistas.
La lista es larga, pero para quedarnos en la escena contemporánea, entendiendo la que cubre las últimas cinco o seis décadas, desde John F. Kennedy hasta Barak Obama, corre una literatura valiosa para entender la idiosincrasia norteamericana y los litigios del Poder estadounidense.
Y no sólo los que sirvieron como jefes de estado, sino también algunas primeras damas como Nancy Reagan o Michelle Obama, y también los funcionarios y asesores que alcanzaron calidad de estadistas como Adlai Stevenson y Henry Kissinger. En Estados Unidos, la literatura política es una labor de imprescindible presencia, una vez cada cual emigra de sus cargos hacia la vida civil.
Es muy probable que actúe el «negro» en esas memorias, que, como muchos saben, es la forma gringa para etiquetar a los no siempre identificables que toman notas en largas sesiones de trabajo para escribir los libros de los líderes. Kennedy los tuvo.
Berlusconi, también. Y, sin dudas, Franco y Trujillo. Trump no parece intentarlo aún, pero es obvio que habrá de necesitarlo. No se trata de nada que pueda empequeñecer o menoscabar el propósito. Es algo usual en otras partes del mundo. Incluso, políticos o no, identifican a quien les ha ayudado en la redacción y en la cubierta aparecerá el nombre del autor y de su colaborador.
Winston Churchill no necesitó a nadie para escribir sus libros, en específico los varios tomos de sus formidables memorias sobre la Segunda Guerra Mundial, que le permitieron recibir el Premio Nobel de Literatura en 1953, un año antes de que lo recibiese Ernest Hemingway.
«Por su dominio de la historia y la descripción biográfica, así como por la brillante y exaltada oratoria en defensa de los valores humanos», decía entonces el dictamen de la academia sueca.
En la literatura política dominicana (no necesariamente debe ser política stricto sensu, sino literatura producida por políticos de alto nivel, fundamentalmente) pensamos que Juan Bosch, Joaquín Balaguer y Leonel Fernández, no necesitaron ni necesitan de muletas. Balaguer sólo las usó a causa de su ceguera, pero dictando con propiedad de lenguaje, como si escribiera directamente.
Peña Gómez tuvo talento y conocimiento para hacer literatura política, pero sólo nos dejó sus discursos, bien hilvanados, construidos con la dinámica febril de los momentos históricos en que ocupó posiciones protagónicas. Otros, sin embargo, habrán de necesitar del «negro», del ghostwriter profesional.
Los políticos y jefes de estado mexicanos, españoles, británicos, por decir algunos, han creado una tradición de literatura política que abarca no solo las memorias cuando ya se es un «ex», sino también aspectos polémicos, ensayos ideológicos, defensa de gestión y escritos puntuales sobre aconteceres y dilemas propios, regionales o geopolíticos.
República Dominicana ha entrado en esa escuela que tanto ayuda a entender misiones, objetivos, realizaciones, detalles y anécdotas de la vida política y del Poder, pero también oferta el pensamiento y el análisis de realidades locales o globales, a tono con los signos de los tiempos.
Milagros Ortíz Bosch, Franklin Almeyda Rancier, Juan Temístocles Montás, Antonio Ocaña, entre otros pocos, han producido valiosos testimonios y exámenes de la realidad política que les ha tocado vivir. Recientemente, han salido a la luz libros de mucho valor que entran dentro de la órbita de la literatura política.
Textos que asombran por su nitidez escritural, por su limpieza ortográfica, formidables ensayos de apreciación y evaluación de la historia y el pensamiento político y social.
He asumido en semanas recientes la lectura de libros de políticos dominicanos sobre temas propios de la realidad nacional, enfoques globales, ensayos de carácter sociológico y de entronque con el porvenir de la educación.
Es decir, el político criollo que escribe textos de consumo masivo no sólo expresa interés en aspectos propios de su ejercicio, sino que también se interna en el análisis social y educativo, como también otros podrían interesarse en los asuntos medioambientales, sanitarios o de la cultura.
Para un dirigente político que está ejerciendo la responsabilidad gubernativa o que aspira a llegar a ese estadio, ningún tema humano y social le debería ser ajeno.
Esto es lo que sucede con los textos de Manolo Pichardo, político activo de Fuerza del Pueblo y ex presidente del Parlamento Centroamericano (PARLACEN) y de la Conferencia Permanente de Partidos Políticos de América Latina y el Caribe (COOPPPAL); de Julio César Valentín, quien además de haber sido congresista en diferentes periodos, llegó a ocupar la presidencia de la Cámara de Diputados y es autor de otros libros con enjundia; de Pelegrín Castillo Semán, un político de arrestos, que sabe conceptualizar y que tiene capacidad y arrojo para explicar sus posturas frente a conflictos y realidades políticas nacionales e internacionales.
Y la sorpresa viene dada, en este grupo, por Franklin Almeyda Rancier, el más veterano de los políticos mencionados, con una historia de larga data, quien examina la neuropedagogía desde el enfoque de los medios digitales y la inteligencia artificial, aplicando estos elementos a los nuevos paradigmas educativos, buscando que los mismos sirvan a la inclusión social y permitan responder a los agravios sociales de la pobreza.
Hay que leer a los políticos que, muchas veces, están más actualizados que los intelectuales no-políticos y otorgan importancia a temas que otros, inexplicablemente, desechan.